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lunes, 18 de julio de 2011

Los poetas casi siempre describen el amor como un sentimiento que escapa a nuestro control, que vence a la lógica y al sentido común. En mi caso, fue exactamente así. Yo no esperaba enamorarme de ti y dudo que tú tuvieras previsto enamorarte de mí. Pero cuando nos conocimos, ninguno de los dos pudo evitarlo. Nos enamoramos a pesar de nuestras diferencias y, al hacerlo, creamos un sentimiento maravilloso. 
En algún momento me perdí. Tenía muchas cosas en la cabeza. De modo, que cambié. Me convertí, en Colón, en una exploradora, aprendí algo que hubiera resultado evidente incluso para un niño. Que la vida simplemente es una colección de pequeñas vidas y que cada una de ellas dura un día. Que debíamos dedicar cada día a buscar la belleza en las flores, en la poesía, y a conocer a los demás. Que no hay nada como una jornada empleada en soñar, en disfrutar de la puesta del sol o de la brisa fresca. Pero, sobre todo, aprendí que para mí vivir es sentarme en el borde de mi cama, con la mano en su rodilla.

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