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miércoles, 27 de junio de 2012




Era una mañana preciosa, estaba segura de ello. Tenía la certeza de que iba a ser un día perfecto, y cada mota de polen que aspiraba de aquella alborada primaveral, no hacía más que confirmarlo. Los días sin humo en la ciudad brillaban por su ausencia, así que no puedes ni imaginarte cuanto agradecía aquella brisa mañanera, purificadora y refrescante. Mientras, yo aprovechaba el oxígeno renovado en mis pulmones para pensar en ti.
Me gustaba imaginar que la brisa que entraba a través de la ventana entreabierta eras tú. Que jugabas a encontrar nuevos recodos bajo mi camiseta, nuevas manchas en mi piel. Que regresabas para revolver las sábanas conmigo y regalarle algún que otro suspiro al colchón. Que volvías a escribir sueños en la pared en un lenguaje que tan solo nosotros presumíamos de entender. Recuerdo aún cuantos miraban con recelo, y pensaban que tú no eras más que una pasión demente y transitoria, carmín difuminado sobre mis labios. Pero, tengo otra certeza. Ellos no saben de tus caricias, de tus gestos, de tus maneras de caballero, ni de tus te quieros. Ellos no saben nada de ti, ni de mí. No saben nada de nosotros, y menos aún, que lo somos todo 

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